18.12.08

Porca miseria

Nos hemos mudado aquí.

11.12.08

Cuaderno Salmón (2002-2008)


Hoy, finalmente, lo acepto. Y lo decido: Cuaderno Salmón, tal y como lo conocimos, ha muerto. Me declaro incapaz de administrar una editorial. Y, luego del apoyo de la UNAM a través de Gerardo Kleinburg, de la generosidad de Consuelo Sáizar y el FCE, de la sociedad que monté con Nicolás Cabral y Rafael Lemus (Tala Ediciones, S.A. de C.V.), del apoyo de Enrique Alfaro y Leer y Escribir, S.C. (oficina a través de la que administramos y distribuimos la revista), de los ocho números que dirigí de la revista, del entusiasmo de muchos de nuestros consejeros y colaboradores, de los lectores verdaderos de la publicación, descubro, una vez más, que soy un editor, no un publisher (en español no hay diferencias, el término editor no se escinde). Que descanse en paz, pues, Cuaderno Salmón. Hasta aquí el obituario. A continuación, y sólo para gente de ánimo paciente, un relato de cómo nació --y murió-- la revista.

2002. A unos meses de mi regreso de Londres, entré a trabajar a la redacción de la revista Celeste. Me aburría. Y en los muchos tiempos muertos, esbocé el primer proyecto de Cuaderno Salmón, que así se llamó desde el primer momento. Llevé a registrar el nombre de la revista al Indautor y pensé en una portada sencilla, con puro texto --título, autores-- formado con Century Schoolbook. La revista sería monográfica. En sus páginas convivirían autores muertos, consagrados, jóvenes, de preferencia mexicanos, luego latinoamericanos. Cité a Luigi Amara en el viejo café Carlo de Orizaba (el café aún existe, pero cambió de local y perdió su gracia). Vio el proyecto. Y me dijo eso: "Puedo verlo." Poco después, entré a la redacción de Spot; allí, conocí a Nicolás Cabral (pronto, comencé a colaborar con La Tempestad). Finalmente, Tomás Granados me invitó a la redacción del suplemento de libros Hoja por Hoja. Y abandoné, durante un tiempo, el proyecto de Cuaderno Salmón. Un día, Rafael Lemus me escribió. Comenzó a colaborar con Hoja por Hoja (creo que lo había hecho antes, pero no tan en forma), nos conocimos.

2004. Dejé Hoja por Hoja, escribí La piel muerta, entré a la redacción de Istor bajo el mando de Jean Meyer, retomé el proyecto de Cuaderno Salmón, invité a Nicolás Cabral y a Rafael Lemus a codirigirla junto conmigo. Refinamos el proyecto. Y Gerardo Kleinburg nos invitó a coeditarlo junto con la Dirección de Literatura de la Coordinación de Difusión Cultural de la UNAM. Fundamos la editorial. Hicimos un dummy. Nicolás decidió abandonar la dirección (pero permaneció en el consejo y apareció como coeditor del número uno de la revista). Paseamos el número cero por la FIL de aquel año. O no. Del año siguiente.

2005. Se firmó el contrato con la UNAM, pero la revista no vio la luz este año. Cambiamos de diseñadora: de Tania Rodríguez a Natalia Rojas (con quien sigo haciendo Istor). Paseamos el dummy del número cero de Cuaderno Salmón por la FIL, ahora sí.

2006. En verano, vio la luz el primer número de Cuaderno Salmón. Vimos impreso el proyecto largamente fraguado. Lo pensábamos la prolongación de Semestral y de Paréntesis, pariente lejana de Fractal, heredera de The Paris Review, Granta, Sur... Lo presentamos, con el padrinazgo de Fabio Morábito y Álvaro Uribe, en el MUCA de la colonia Roma. Mucho vodka, mucha felicidad.

2007. Gerardo Kleinburg dejó la Dirección de Literatura de la Coordinación de Difusión Cultural de la UNAM. Su puesto lo ocupó Sealtiel Alatriste. Nos ofreció hacer un número más de la revista, el quinto, siempre reticente: para él, la revista no tenía sentido, aunque el papel en el que la imprimíamos le parecía bonito. ¿Por qué no hacerla en la red? No. Los recursos que se destinaban para editar Cuaderno Salmón se utilizaron para llevar a cabo la Caza de Letras. A finales del año apareció el número 6/7 de la revista, primero editado de manera independiente por Tala Ediciones y último en el que participó Rafael Lemus (se fue, realista y congruente con su proyecto de vida, a la redacción de Letras Libres).

2008. Gracias a un apoyo del Instituto Sonorense de Cultura (en realidad, fue un apoyo ofrecido para editar el número 6/7, que se presentó dentro del marco de la Feria del Libro de Hermosillo; ahorré el patrocinio), logré editar el número 8, y último, de Cuaderno Salmón. Fui citado por el director de librerías del FCE (institución que nos compraba 500 ejemplares de la revista, en firme). Me dijo que la revista era hermosa, que los colaboradores eran de primer nivel. Pero que, lamentablemente, no se vendía. Me enseñó números. Apenas se vendía el 20 por ciento (o menos) del tiraje que le entregábamos al FCE. Nada qué hacer. Aceptarlo: no hay lectores y una revista literaria, impresa en formato de libro, en blanco y negro, sin un patrocinio, no tiene futuro. Ni presente. Puro pasado. ¿Cómo proseguir con el proyecto? ¿Qué hacer con Cuaderno Salmón? ¿Volverla virtual? ¿Transformarla en suplemento? ¿Hacerla gratuita? Todo eso. Y, por ahora, nada.

Antes de pensar en los propósitos para el 2009, cierro el 2008, agradezco a todos los involucrados en el proyecto, sobre todo a los lectores; y digo: Cuaderno Salmón fuit.

11.11.08

Recuerdos de Carlos Fuentes: una confesión


El siguiente texto lo escribí para un suplemento que no ha visto la luz. No es un adelanto, porque en dicho suplemento querían otra cosa, así que este texto se fue a sus archivos. Se trata de una celebración, a mi manera, de Carlos Fuentes. Aprovechemos su cumpleaños para desprenderme de esto. [DM]

Recuerdos de Carlos Fuentes: una confesión
David Miklos

Para Raúl Cervantes, mi maestro de redacción

1. Hace no mucho, un par de años acaso, no más, vi a Carlos Fuentes por vez primera. Esto fue en Guadalajara, en el aeropuerto. Como es mi costumbre, había llegado con bastante tiempo de antelación y esperaba la llegada del avión que me llevaría de regreso a casa. Bebía un café, algún libro leería. De pronto, apareció el escritor. Caminaba, vigoroso, con unas zancadas que pronto dejaron atrás a su mujer. Ellos llegaban tarde, las puerta de su avión estaba a punto de cerrarse, si no se apuraban perderían el vuelo. Aunque el paso de Fuentes ante mí fue fugaz, pude contemplar su perfil aguileño, la mirada fija al frente, protegida bajo sus cejas en declarada avanzada. Apareció y desapareció Fuentes. Y no he vuelto a verlo desde entonces.

2. Sin embargo, mucho antes de que esta escena tuviera lugar, hace una década o poco más, Carlos Fuentes supo de mí y tengo constancia de ello. Mis padres asistieron a una obra de teatro. Creo que era una obra de Molière. Cuando ocuparon sus asientos, descubrieron que sus vecinos eran los dos titanes literarios del momento: Carlos Fuentes y José Saramago. Mis padres no dudaron en presentarse ante los escritores y menos aún en comunicarles que su hijo era un escritor en ciernes, que si, por favor, le dedicaban unas palabras en el programa de mano del espectáculo. Y así lo hicieron. Saramago, entusiasta, me animaba a escribir. Fuentes, parco y de pluma diplomática, me deseaba suerte en mi carrera. Nada más que eso. Sé que los autógrafos están por allí, dentro de una caja que no he desembalado tras mi última mudanza.

3. Pero antes de verlo, antes de que su autógrafo y sus buenos deseos llegaran a mí, antes de todo eso leí a Carlos Fuentes. Nos guste o no, hayamos cometido parricidio o no, sería altanero decir que, en su momento, cuando la leímos, Aura no fue una experiencia estética seminal. La segunda persona en la que está narrada la historia es un anzuelo de carnada atractiva para cualquier joven tentado por las letras. Sea o no una versión libre de The Aspern Papers de Henry James, la breve novela de Fuentes –recientemente vilipendiada y censurada por su incipiente erotismo– es un libro que abre puertas y una invitación tanto a imitarlo como a superarlo. Fantástico en su corte, el libro sirve de mancuerna a otra obra fundacional de nuestras letras más cercanas: Las batallas en el desierto de José Emilio Pacheco. Dato curioso, o quizá no tanto, ambas fueron publicadas por Era, y hoy han sido reimpresas varias decenas de veces. Yo, sí, leí Aura. Y, claro, quise escribir mi propia Aura: en una novela fallida, para siempre inédita, invité a un personaje a un espacio ajeno, en renta, concebido para él y para los derroteros de su fantasía. Pero no, no pude: fui incapaz de escribir mi propia Aura, por más veces que leí Aura e intenté desentrañar su éxito. Pero no fue Aura mi entrada a Fuentes.

4. De todo lo escrito por Carlos Fuentes, mi favorito es un cuento: “Un alma pura”, aparecido en Cantar de ciegos, libro publicado por la entonces fundamental Serie del Volador de Joaquín Mortiz. Pero antes de saber todo eso, antes de hacerme una copia del libro y leerlo una y otra vez, mi maestro de redacción del CCH en el que estudié nos leyó “Un alma pura”. Igual de fantasmagórico que Aura pero realista en su corte, el relato dejó una fuerte impresión en mí. Y, como sucede ante experiencias como esa, deseé haberlo escrito yo mismo. Y vaya que lo intenté. Vaya que lo he intentado. En “Un alma pura”, una hermana recuerda a su hermano, rememora la infancia compartida, la adolescencia, la partida de su evidente amor platónico al extranjero; a Suiza, para ser más precisos. Pasado un tiempo, pasado un silencio y luego otro –o por lo menos así lo evoco: no lo he releído, mi ejemplar de Cantar de ciegos está embalado en otra caja, una caja no reclamada tras embodegarla luego de mi propio viaje al extranjero; a Londres, para ser más preciso–, la hermana y sus palabras viajan al hermano luego de narrarlo. Una elegante vuelta de tuerca nos hace entender el motivo del cuento, la razón de su tono a la vez nostálgico y prospectivo: el hermano ha muerto y acompaña a la hermana de regreso a casa, su cuerpo contenido por un ataúd bajo su asiento, en la entraña del avión que sobrevuela el océano Atlántico.

5. Hoy, pasado el tiempo, puedo entenderlo. Puedo entenderlo todo. Si escribo, si decidí encarar, finalmente, la escritura, es porque alguna vez, allende 1986 u 87, mi maestro de redacción me abrió la puerta de “Un alma pura”, cuyo umbral he transpuesto en más de una ocasión. Me guste o no la figura literaria de Carlos Fuentes, celebre o no sus novelas de ambición total, me sume o no a la serie inagotable y creciente de parricidas que se reproducen como hongos en temporada de lluvias, hoy soy capaz de aceptar que la quintaesencia de la narrativa que me ocupa y que escribo encuentra su sino en “Un alma pura”. ¿Y acaso no basta eso, una obra que nos resulte perfecta, para celebrar la existencia y el peso específico de un escritor en nuestra lengua? Hoy, agradezco las palabras que Carlos Fuentes me hizo llegar a través de mis padres.

6. Yo, lo mismo que la protagonista de “Un alma pura”, viaje en pos de mi hermano al otro lado del Atlántico. Y me lo traje de vuelta, contenido por un ataúd. Hablo de un hermano metafórico, que no es otro sino mi döpelganger, mi hermano, mi odradek: aquella criatura que, como un íncubo, lastraba mi impulso de escritura. Liberado de su peso, lo convertí en cenizas y lo guardé en una urna, misma que le regalé a un transeúnte a la entrada de una estación de tren subterráneo. Pero esa es otra historia y aquí de lo que se trata es de celebrar los 80 años de Carlos Fuentes.

7. Allí va, de nuevo, Carlos Fuentes caminando a zancadas en un aeropuerto, la nariz aguileña y las cejas precediendo a su vigoroso cuerpo. Y aquí estoy yo, paciente en una sala de espera, con un ejemplar de Cantar de ciegos entre las manos, abierto allí donde da inicio, una y otra vez, “Un alma pura”, ignorante de la carga que me acompañará, en esta ocasión, dentro de la entraña del avión que me devolverá a casa.

8. Así Carlos Fuentes, así las cosas.

5.11.08

De cómo se vale mallugar a un personaje

Rápidamente: hace unas semanas terminé la muy postergada y accidentada lectura de Revolutionary Road (1961) de Richard Yates. David "Baby Boy" Miklos escribió al respecto, acá. Al terminarla, descubrí que no quería terminar el libro, aún, quería que la historia siguiera, que fuera incluso más allá de la reducción que hiciera Mrs. Givings de los acontecimientos que siguieron a los grandes, pequeños, mundanos eventos con los que termina esta obra maestra. Yates, como es de esperarse, se comportó como una especie de dios maligno, negando comodidad, manteniéndose firme en su lección. Un dios maligno en apariencia: un Dios Justo, en realidad. Revolutionary Road es un hermoso libro capaz de inflingir dolor, cómo sólo los comentarios de las personas amadas o admiradas son capaces de hacerlo.
Es sabido el gran placer que en estos casos puede ofrecer una introducción o un epílogo que uno decidió saltarse antes de empezar a leer, como si fuera una red de seguridad en el caso de que, como me sucedió, uno aún no esté dispuesto a abandonar el universo del cual recién hemos sido expulsados; en mi caso, en la edición 2000, en Vintage, Revolutionary Road está acompañado de unas cuantas palabras de Richard Ford.
Insisto: esta lectura la terminé hace unas semanas. Desde entonces he vuelto a dar tumbos por mi cotidianeidad, aviones han caído sobre la ciudad, la gente se ha preocupado por esto, por lo otro. Volver, ahora, a las líneas subrayadas de aquella lectura es, debo decir, como intentar colocarse un pantalón que ya no me va, de cuero, para mayor precisión. Una prenda que probablemente hace unos cuantos años todavía estaba a la moda -las muchas buenas memorias que uno ha colocado en ese pantalón, el aprecio que le tenemos vienen a la mente en la medida que intentamos meter la barriga para ver cómo nos queda, de nuevo. Pero no, no es precisamente así. No es una prenda ridícula, ésta a la que quiero regresar. Es más como un hábito, uno bueno, que he, ay, conseguido perder. Levantarme temprano, hacer ejercicio. Se me dificulta enfrentarme una vez más a Yates, a pocas semanas de que lo haya hecho. Y en gran parte se me dificulta porque es como visitar al buen amigo que, sabemos, tiene los mejores consejos para uno, el único que nos va a hablar con verdad, quien no se tocará el corazón para hablarme sobre mi mezquindad. Esto es algo, de acuerdo con Ford, en lo que los críticos han insistido mucho: Yates es duro. Duro con uno, más duro con sus personajes. Tan duro que uno se pregunta qué tipo de personas podrían pasar la prueba Yates, ese aro de fuego. Las quirúrgicas y bellas descripciones con las que Yates alumbra las almas humanas son tan brillantes que, señala Ford, podría parecer que todas brillan con la misma mediocridad. Yates ofrece, sin embargo, un cierto humor. Sarcástico pero justo, ironía que no pide perdón sino que alecciona. "El humor negro de Yates", escribe Ford, "parece calculado más que para agradarnos, como una sátira cualquiera, para suavizarnos ante las verdades más severas".
En este sentido, Yates fue un verdadero maestro. Pensaba en esto, permítanme les digo de paso, el otro día que veía en el cine esta simpática película de los hermanos Coen, Quémese después de leerse. No lo olvide: pasé un buen rato, riéndome a carcajadas ante la estulticia representada. Riéndome en el cine -bocota abierta- del par de bobos que, en la pantalla, se reían -bocotota abierta- de la comedia romántica a la que habían ido. ¿Cómo no reír del simio que imita al hombre? Pero, a la vez, ese sentimiento frío que se cuela, esa duda de si la burla de los Coen sería capaz de detenerse en algún momento. Si uno aprendiera la lección, ¿podrían los Coen decir, bien, ya estuvo bien? ¿Levántate, sacúdete el traje y ve en paz? Patear al caído es una placer difícil de abandonar, especialmente si sabemos que se lo merece. Yates podrá mostrar en sus mandíbulas las presas frágiles que encuentra en los suburbios, la fragilidad de los contratos sociales, de la sofisticación intelectual, del Hombre Ético y la Mujer Insumisa, de los intercambios cordiales, de una mente sana que puede fácilmente confundirse con una mente enferma. Pero, a diferencia de esos personajes abandonados al azar del Mundo Idiota que pueden, más que a menudo, presentar los Coen, Yates lleva, como una buena madre loba, sus presas a las crías. Amor apache, querubines.

25.10.08

Lecturas


A partir de ahora, este blog ofrecerá reseñas a manos de David Miklos, Guillermo Núñez, Óscar Benassini y todos los amigos de Cuaderno Salmón que deseen compartirnos sus lecturas críticas.

Próximamente: David Miklos sobre La última partida, de Gerardo Piña, y El animal sobre la piedra, de Daniela Tarazona, primeras novelas de un par de escritores nacidos a mitad de los setenta.

Así las lecturas, así las cosas.

6.6.08

Cuaderno Salmón en Facebook


Cuaderno Salmón cosecha amigos e intenta nuevas formas de distribución. Si te interesa adquirir cualquiera de los 9 números de la revista, escribe a miklos.salmon@gmail.com

10.4.08

Cuaderno Salmón 8

Pronto verá la luz la última entrega de la primera época de Cuaderno Salmón. Con el número 8, hoy en prensa, la revista cumple dos años y dos volúmenes de vida, para entrar en una necesaria hibernación. El salmón, pues, se interna en las grandes aguas, tras dejar su apacible estanque y descender hasta el mar, llevado por la corriente de un río, entre meandros y una miriada de obstáculos. Comienza, ahora sí, el real nado a contracorriente. Pero primero habrá que encontrar la boca del río original. Pronto de nuevo. Así las cosas. [La ilustración de la portada es de Armando Hatzacorsian.]