25.9.07

Adelantos de Cuaderno Salmón 5

La imaginación.

Ustedes no lo recuerdan porque ni siquiera lo saben pero mi familia fue pobre. Pobre significa: el refrigerador vacío, las cuentas sin pagar, la caminata de una hora desde la escuela a la casa porque no había dinero para el autobús -si es que iba a la escuela: era demasiado cansado-, la ropa llena de costuras, los zapatos con clavos apuntando en todas direcciones -había que caminar lento, como quien camina sobre una cuchilla.

Mi madre, secretaria seca y estricta, se esforzaba en hacer llevadera la derrota de haber sido abandonada por el marido con un hijo pequeño y otro imbécil. Se afanaba de verdad. Algunas noches traía pan y leche a la casa. Otras simplemente no. Durante mucho tiempo la ayudé a cocinar extraños menús para la cena compuestos por sobras diversas. Harina pasada, por ejemplo, con la que confeccionábamos crepas que incluían un guiso resucitado del domingo -era ya viernes- y el contenido de una lata con la fecha de caducidad poco clara.

Fragmento de Agua corriente, de Antonio Ortuño (p. 37).

La reflexión.

En una prosa feroz y ligera (muy diferente a la de sus XX Ensayos y más emparentado con sus formidables crónicas de viaje) las crónicas de Novo tramitaban un equilibrio de información política privilegiada, instantáneas agudas, sabrosos flashbacks autobiográficos y una solvente galería de retratos y costumbres, efemérides y episodios más o menos infames, divertidos o memorables. En México eso es un tesoro inaudito, pues nuestra indolente memoria más bien se sacia con épocas míticas y, en el menos malo de los casos, con los fastos de unos cuantos episodios cumplidoramente heroicos en desdoro de la fastidiosa vida cotidiana. Los muchos años de practicar semanal o hebdomadariamente el periodismo convirtieron a Novo en un acompañante estilístico y en un habitual comentarista de lo que pasaba por ser nuestra modernidad.

Fragmento de Los periodos de Novo de Guillermo Sheridan (p. 130).

La rebaba.

Ésta es la última línea.

Afirmar semejante cosa supone, en sí, un capricho. Cualquier inicio es un final y todo final es un capricho. Que el lector sepa disculpar esta arbitrariedad exige en consecuencia otra arbitrareidad, así como el esfuerzo por admitir un poco a ciegas que estas líneas encierran algo más que un simple alboroto de ideas confusas. El capricho sostiene a veces lo fugaz, a veces lo perecedero: aparece de repente, desafiando las leyes del universo. Por ello, en el intento por insinuar una explicación para lo inexplicable, se puede seguir el recorrido del pensamiento de arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba, pasar de un párrafo al siguiente en un sentido o en otro. Valga la aclaración. O no.

Fragmento de Defensa del capricho, de María Lebedev.

Libros.

Evelio Rosero, Los ejércitos, Tusquets, México, 2007, 208 p.

El premio se declara desierto. Un guiño ante la incontinencia y la voracidad editoriales que no a pocos abruman. ¿Qué pasará al año siguiente? Se genera expectativa, la bolsa se acumula, ya llegan los melodramas destemplados, las investigaciones bostezantes retocadas con dos o tres muletillas, los manuscritos que insisten en decir todo y se desfondan a las pocas páginas... A veces, también, la literatura. ¿Declararlo desierto de nuevo? Probablemente no. Sin embargo, sólo hay dos opciones: un criterio que anteponga la calidad literaria a cualquier otra exigencia editorial u otro laxo, burdamente mercantil, que premie otro mérito menos literario. En su segunda edición, el Premio Tusquets Editores de Novela fue otorgado a Evelio Rosero (Bogotá, Colombia, 1958) por Los ejércitos. El jurado optó por la primera opción.

Fragmento de la reseña de Los ejércitos de Evelio Rosero, escrita por Fernando Lanz.

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